
Por Natalia Quiero Sanz
Olas de calor, megasequías, inundaciones, incendios forestales, destrucción de ecosistemas, pérdida de biodiversidad, crisis hídrica, floraciones algales nocivas, colapso pesquero, catástrofes sociales, cambio climático. Huir, luchar, actuar para sobrevivir, contribuir a la solución. O, por el contrario, agobiarse, paralizarse, exponerse al riesgo inminente, esperar el fin.
La ansiedad es una emoción inherente a la naturaleza humana, un mecanismo evolutivo clave para la supervivencia. Aparece como respuesta ante situaciones de amenaza o estrés, activando un estado de alerta que nos permite anticiparnos y reaccionar. En su justa medida, es una herramienta valiosa, pero cuando se intensifica de forma descontrolada o prolongada, puede afectar la salud mental y la calidad de vida, llegando incluso a convertirse en un trastorno que requiere tratamiento.
Muchas personas experimentan ansiedad ante la crítica situación del planeta. El cambio climático, la contaminación y la degradación ambiental generan un profundo malestar, hasta el punto de que este fenómeno ha sido nombrado «ecoansiedad». El término, acuñado en 2017 por la Asociación Americana de Psicología, se define como un «miedo crónico a la fatalidad medioambiental». Y, al igual que cualquier otra forma de ansiedad, puede impulsar a la acción o, por el contrario, llevar a la parálisis.
Por eso preocupa y ocupa a integrantes del COPAS Coastal. Quienes son conscientes de cómo la ecoansiedad puede afectar tanto a investigadores como al público general. Sin embargo, también saben que, si se gestiona adecuadamente, puede convertirse en un motor de cambio. A través de la investigación, la divulgación científica y la educación ambiental, buscan transformar la angustia en acción. Así lo han experimentado Fabián Tapia, subdirector del centro; la investigadora principal Verónica Molina; Paúl Gómez, coordinador de la unidad de divulgación y educación científica; y la becaria del centro, Camila Sola Hidalgo.


Más información, más vulnerabilidad
El grupo coincide en que la ecoansiedad se experimenta de manera personal y en distintos niveles de intensidad. Puede manifestarse como culpa, preocupación, desánimo, rabia, tristeza, agotamiento, miedo o desaliento, impulsando tanto a la acción como a la inacción.
«Desde mi rol como investigador, profesor de estudiantes de pregrado y posgrado, y como padre de un niño de 9 años, me pregunto constantemente cómo será el mundo en las próximas décadas. Percibo la sensación de desaliento, a veces, de temor o desánimo que puede haber respecto a la situación actual del planeta y cómo estamos viendo los efectos, la sensación de que hay poco que podamos hacer hoy en día para ver cambios dentro de nuestras propias vidas”, reflexiona Fabián.
Y es que esta sensación no es infundada ni exagerada. “Cada vez reunimos más evidencia que confirma la degradación de los ecosistemas y el impacto desmesurado de la actividad humana. El cambio climático afecta distintos niveles del ambiente: en algunos ecosistemas, por ejemplo, los microorganismos se están homogenizando y funciones clave se están perdiendo. Claramente, estos estudios contribuyen a aumentar la ecoansiedad”, explica Verónica.
Por eso, estar en contacto con los problemas ambientales puede ser un factor de vulnerabilidad. “La ecoansiedad la sufren más quienes tienen acceso directo a la información. Por eso afecta a ambientalistas, jóvenes preocupados por el medioambiente y a la comunidad científica. Somos quienes entendemos lo que está ocurriendo y quienes vemos, con frustración, cómo políticos favorecen a empresas con «argumentos» sin sustento científico alguno. Eso nos hace más propensos a sufrirla”, expresa Paúl, divulgador.
La experiencia de Camila, quien combina su labor científica con la educación y la acción ambiental, ejemplifica esta vulnerabilidad: “Hubo un momento en que me involucré mucho desde la perspectiva política, y creo que es ahí donde más desesperanza se siente. Tuve la oportunidad de asistir a la COP26, y esos escenarios generan más angustia que la crisis climática en sí. Las decisiones son torpes, hay poca acción y demasiada burocracia. La injusticia y la desigualdad son abrumadoras”.


Del riesgo a la esperanza
Desde su experiencia y acceso a la información, Camila percibe la ecoansiedad como un riesgo. Haberla vivido le permite advertir que ser plenamente consciente de la crisis climática —y de los factores políticos y estructurales que la agravan— puede llevar a la sensación de que el mundo se acaba, de que no hay nada más que hacer. “La frustración ante toda la información disponible sobre nuestra situación puede derivar en desesperanza e inacción, que es justamente lo contrario a lo que buscamos desde la educación y el activismo climático”, señala.
Sin embargo, aunque la ecoansiedad es un riesgo real y, en muchos casos, inevitable, también puede transformarse en un motor de acción. El desafío es convertir la preocupación por el planeta en conciencia y compromiso para protegerlo y conservarlo, tanto en el presente como en el futuro. Es un reto global, pero con respuestas locales: pequeñas acciones adaptadas a las realidades, recursos y posibilidades de cada persona, comunidad o territorio pueden marcar la diferencia.
La esperanza debe prevalecer sobre el riesgo.
Es un principio que científicos, divulgadores y educadores deben integrar en su labor para canalizar su trabajo e inspirar a otros. Saben que, para motivar la acción, no pueden transmitir alarmismo, fatalismo ni desesperanza. Antes de impulsar cambios en su entorno, deben gestionar primero sus propias emociones.
Y para lograrlo, existen múltiples caminos.
“Cuando me agoté de trabajar para los demás sin ver una respuesta positiva, cambié mi enfoque. Empecé a valorar la protección del medioambiente desde una perspectiva más personal: me importa porque amo lo que me rodea. Para mí, es fundamental mirar por la ventana y ver los árboles, los pájaros, el mar, los delfines saltando. La persistencia de la naturaleza es esencial para mi propia supervivencia”, comparte Camila.
Para Verónica, la esperanza se encuentra en la ciencia y en las personas comprometidas: “Hay algunas luces de esperanza al investigar la interacción de microorganismos con otros organismos, como algunos tienen algunos metabolismos que permiten aportar a ver futuras soluciones que son basadas en la naturaleza. Hay una luz de esperanza cuando veo gente comprometida con lo que pasa en su entorno, me toca verlo en actividades como capacitaciones, veo gente dispuesta a tomar decisiones y ser conscientes de la necesidad de hacer cambios”.
Paúl, en cambio, mantiene el optimismo gracias a la evolución de las nuevas generaciones: “Creo que he logrado evitar la ecoansiedad porque siempre estoy haciendo algo. Hay muchas cosas que no están funcionando, pero veo cómo han cambiado los niños de hoy. Cuando yo era pequeño, no pensaba en temas ambientales, solo quería divertirme. Ahora, niños muy pequeños hablan sobre ballenas y problemas ecológicos. Eso me hace dar cuenta de que las cosas están cambiando”.
Para Fabián, la clave es un equilibrio entre realismo y optimismo. No se trata de minimizar la gravedad de los problemas, sino de verlos como desafíos científicos que pueden llevar a investigaciones y soluciones con un impacto social real. “La clave está en entender qué está pasando y cómo podemos abordarlo”, concluye.


Saber comunicar para educar, concientizar e impulsar
Las distintas visiones y experiencias de los investigadores convergen en un mismo punto: para generar una acción colectiva significativa, es fundamental inspirar a otras personas. La educación es la base para la concientización y el cambio, pero todo comienza con la entrega oportuna y adecuada de la información disponible.
Este es un rol crucial de la ciencia, y cada vez más urgente en un mundo donde el acceso a la información está a solo un clic de distancia. Personas de todas las edades y niveles de conocimiento pueden encontrar datos al instante, que se viralizan rápidamente a través de redes sociales, y donde aparecen cada vez más avances tecnológicos como la inteligencia artificial y herramientas como ChatGPT capaz de crear contenidos con unos pocos comandos. Es así que también se publica y difunde no sólo información verídica y precisa, también mucha sesgada, descontextualizada, errónea o falsa, y muchas veces de forma mal intencionada para confundir y manipular audiencias. Sin las herramientas adecuadas para analizar y reflexionar de manera crítica, las audiencias quedan vulnerables a la desinformación.
“La comunicación es fundamental”, coinciden todos.
“Tenemos una tarea de transmitir la importancia de lo que está pasando, pero sin caer en el catastrofismo”, afirma Fabián.
“Para evitar sentimientos fatalistas se vuelve importante que la gente conozca las problemáticas y trabajar con soluciones. Hay que comunicar con un enfoque propositivo”, sostiene Paúl. También destaca la importancia de ofrecer alternativas realistas y accesibles: “Dar ejemplos de acciones concretas, como aquellas que pueden llevar a cabo escolares o familias, ayuda a generar un impacto positivo”
Para Camila, conectar con la emoción es clave en la comunicación científica: “Hay que saber comunicar con el amor suficiente para que la gente se adhiera a tu causa. La ciencia a veces carece de emocionalidad, pero si queremos ocupar la ciencia para generar comunicación positiva tenemos que conectarnos con la emoción que nos evoca, por ejemplo, la protección del medioambiente. Para eso hay que reconocer todo lo que nos da en el día a día, y cómo vivir depende de la persistencia de los ecosistemas, que nada puede existir si los ecosistemas se destruyen”.
Ante todo ello, Verónica enfatiza que la misión de los científicos no solo debe centrarse en comunicar resultados confiables y educar a la población, sino también en orientar su trabajo hacia problemas reales. “No basta con investigar por curiosidad; debemos generar conocimiento útil y aportar soluciones. Solo así podremos fortalecer la conciencia ambiental y fomentar acciones que nos permitan enfrentar las crisis y que se pueda seguir disfrutando del planeta que hoy es el único hogar que se tiene”.

